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El ojo del amo y las empresas públicas



  1. Todos los días los peruanos constatamos con frustración o con rabia que el Estado no provee los bienes y servicios públicos básicos que demandamos. Esto lo vemos en las ciudades, donde la inseguridad ciudadana y el tráfico se han vuelto problemas mayúsculos, donde la provisión de servicios de salud y educación pública deja mucho que desear, y mejor ni hablar del sistema de justicia… Si esta frustrante realidad es la que confrontamos en las ciudades, tratemos de imaginarnos la que enfrentan los millones de peruanos que viven en áreas rurales, en donde la provisión de bienes y servicios públicos es casi nula o de pésima calidad. 
  2. Esta realidad situacional refleja, sobre todo, el hecho que tenemos un Estado disfuncional que no provee muchos de los servicios básicos que debería y trata de hacer cosas que no debería. Su problema principal no es la falta de recursos presupuestales, sino la estructura de incentivos perversos bajo la cual actúan (o no actúan) los funcionarios públicos. Después de más de 25 años de reforma económica, la reforma del Estado sigue pendiente y la burocracia pública es altamente inefectiva, caracterizada por la falta de transparencia. 
  3. Con el Estado disfuncional que hemos construido, el progreso del país será lento, en el mejor de los casos. En efecto, el sector privado –las empresas y los millones de emprendedores que lo conforman– se ve mediatizado por el comportamiento del sector público. La progresiva desaceleración del crecimiento económico tras el súper ciclo de los commodities muestra con crudeza las limitaciones y problemas impuestos por nuestra fragilidad institucional y nuestro Estado disfuncional. 
  4. Como es ampliamente conocido, la mayor parte de los funcionarios públicos ganan poco por tomar decisiones –no son premiados ni reconocidos cuando sus acciones son acertadas–, pero pueden perder mucho si un tercero –léase la Contraloría, una parte interesada o un opinólogo– les imputa una motivación subalterna. Esto último ha generado el fenómeno conocido como el “pánico a firmar”, lo cual conlleva a la parálisis del sector público y a la ralentización de la economía.
  5. El aparato estatal también incluye una serie de empresas públicas. Algunos ven en su sola existencia una prueba más de la disfuncionalidad del Estado. Argumentan que “por definición, toda empresa pública es ineficiente y destruye valor”. Al margen de posturas ideológicas, la verdad es que la estructura de incentivos bajo la cual operan los funcionarios de estas empresas puede ser, incluso, más perversa que la que condiciona a los burócratas estatales. Los gerentes de las empresas públicas (los “agentes”) no tienen un accionista o dueño (el “principal”) a quien reportar o rendir cuentas. El Estado es el dueño. 
  6. Pero ¿quién es el Estado? Somos todos y nadie a la vez. En este contexto, los gerentes de estas empresas muchas veces no responden a los intereses de todos nosotros, los verdaderos principales, sino a sus propios intereses. El resultado no es sorprendente: las empresas públicas proveen servicios ineficientes, son poco transparentes y, en muchos casos, le imponen un alto costo a la sociedad. Una posible salida a esta problemática es la incorporación de capital privado a estas empresas, convirtiéndolas en empresas mixtas. La búsqueda de rentabilidad por parte de los nuevos accionistas reducirá gran parte de los incentivos perversos existentes, y la permanencia del Estado asegurará que se persigan objetivos que una empresa 100% privada no buscaría. Si bien esta no es la única salida al grave problema que enfrentamos, es una salida políticamente viable que vale la pena analizar.

Comentarios

  1. Absolutamente cierto. El problema se auto alimenta ya que la asimetría entre bonificaciones y sanciones hace que la mayoría de los egresados más brillantes de las diferentes instituciones académicas, tanto públicas como privadas, no miren ni al Estado ni a las empresas estatales como la puerta de entrada preferida al mundo laboral; esto obviamente con excepción de los economistas que ingresan al BCR o los médicos que ingresan a hospitales como el Loayza.

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